Tal vez sea verdad que una de las cosas que tenemos que hacer para mejorar nuestra productividad sea parar, o al menos no correr tanto, ni detrás de tantas cosas. Tal vez, la velocidad en el trabajo del conocimiento esté sobrevalorada. Si nos ponemos a pensar sobre las consecuencias de correr para abarcar más y más durante toda nuestra jornada laboral, nos daremos cuenta de que esta manera de proceder tiene resultados negativos que para nada son apetecibles.

La fascinación por la velocidad nos viene, seguramente, del pasado. Ya desde que el hombre aprendió a montar a lomos del caballo, se produjo una diferencia sustancial entre el que caminaba y el que iba cabalgando. Cambiaron muchas cosas: en la guerra, en la supervivencia, en el poder, en la sumisión, en los horizontes que se abrían y en la vida.

Así es que, desde tiempos ancestrales, se viene admirando a todo aquel que puede desplazarse más rápido que los otros, pero esta admiración, en nuestros días, también se ha trasladado a la velocidad del pensamiento, sobre todo cuando esto se manifiesta en la rápida obtención de respuestas.

Así, hoy en día, se asocia, con mucha facilidad y naturalidad, la inteligencia con la velocidad en la resolución de cualquier cometido. Se valora positivamente el ingenio, la imaginación, la ocurrencia o la perspicacia, aunque esta velocidad tenga resultados peores que cuando la respuesta es sosegada y viene acompañada de la reflexión y la templanza.

Cuántas veces nos habrá ocurrido que, durante una discusión o cuando nos han pedido una idea, hemos dado nuestra opinión o una respuesta con creída lucidez, pero después de cierto tiempo —probablemente estando solos y relajados—, surge en nuestra cabeza otro argumento diferente al que habíamos dado y al que ahora vemos como más certero y adecuado.

¿Qué es lo que ha ocurrido para que se haya producido un cambio en nuestro criterio o hayamos visto otra posibilidad o solución? Pues, simplemente, que la nueva respuesta viene acompañada de la serenidad, de la tranquilidad que da la reflexión en calma. Se trata de la oportunidad que se le da a la mente cuando siente que tiene tiempo para pensar detenidamente.

A pesar de que no tenga una base científica, la sabiduría popular con sus dichos y refranes también nos aconseja en este sentido. Refranes como: “Vísteme despacio que tengo prisa” o “Antes de hacer nada, consúltalo con la almohada” ya nos sugieren que la meditación y la pausa mejoran la calidad de nuestro trabajo y de nuestras respuestas.

Las prisas y la respuesta inmediata han llegado a ocupar, hoy en día, un punto tal que ha terminado por exacerbar la mente de muchos trabajadores del conocimiento. La inmediatez en la demanda de cualquier tarea o compromiso ha llegado a revalorizarse tanto que un buen trabajador o compañero es el que responde y atiende, en cuanto se le pida, cualquier diligencia que se le solicite, sin darle tiempo, ni tan siquiera, para que reflexione sobre qué es lo que se le ha pedido y qué tiene que ver con sus prioridades.

Sin embargo, y volviendo al saber popular, hay muchos dichos y refranes que nos aconsejan “darle tiempo al tiempo”. Aplicándonos esta idea, deberíamos caer en la cuenta de que en realidad lo que necesitamos es darle espacio a los requerimientos que nos llegan y separarlos momentáneamente de nuestra atención para poder, después con la calma necesaria, pensar sobre ellos para decidir con objetividad y colocarlos donde corresponda, incluso, dado el caso y si procede, desecharlos o ignorarlos.

El tiempo de reflexión nos va a ayudar a tomar decisiones, seguramente, mucho más acertadas sobre nuestro trabajo y los compromisos que tengamos que cumplir. Parar y pensar es necesario en una época en la que la velocidad ha tomado protagonismo en todas las áreas de nuestra vida. Concienciémonos de que las prisas rara vez son buenas y que, en muchos más casos que los deseados, solo nos sirven para una cosa: tomar decisiones equivocadas sobre el trabajo que, ahora o más tarde, deberíamos hacer.

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José Ignacio Azkue