La ecuación es muy sencilla, si no podemos con todo lo que tenemos por hacer, solo caben dos soluciones: o dejamos de hacer cosas, o las delegamos para que otros las hagan en nuestro lugar. Y, ya lo sé, para muchas personas cualquiera de las dos opciones es muy difícil de tomar.

Pero no queda otra opción: podemos esperar que, de la misma forma que han llegado, terminen por desaparecer sin hacer nada por ellas, o podemos dedicarnos a trabajar un montón de horas. También podemos optar por habituarnos a llevar trabajo para hacer en casa, o las podemos dejar apartadas, como si durmieran el sueño de los justos, hasta que despierten inesperadamente y nos obliguen a ponernos en marcha en modo apagafuegos o solucionador de urgencias.

Sabemos que ninguna de estas decisiones va a ser buena. En cualquier caso, si actuamos así, nos estaremos convirtiendo en unos verdaderos “chapuzas” profesionales por querer abarcarlo todo y, por consiguiente, terminaremos haciendo muchas cosas mal de modo que nuestra productividad y efectividad pagará por ello.

Todos los que acuden a mis seminarios, cursos o talleres, nada más empezar me confiesan siempre lo mismo; sienten que se tienen que ocupar de demasiadas cosas y les falta tiempo para hacerlo todo. Y como todo en este mundo, eso también tiene sus consecuencias.

No serás un gran líder si quieres hacer todo por ti mismo o sólo obtener el crédito de ello” Andrew Carnegie.

Imagínate que estás ascendiendo una montaña y que cada vez que das unos cuantos pasos hacia la cima, te agachas, coges una piedra y la metes dentro de tu mochila. Pero como no vas solo en la excursión, tus compañeros de ascensión también te van dando de vez en cuando, y con más frecuencia de la que quisieras, algunas piedras que ellos también van recogiendo y que han decidido que las lleves tú. Las consecuencias van a ser muy evidentes, cada vez te costará más dar el siguiente paso, lo que iba a ser una excursión, incluso un reto, acaba siendo algo insufrible y terminas por derrumbarte debido al peso y al agotamiento acumulado a cada paso.

Esta metáfora, que puede parecer poco probable durante una excursión a la montaña, en nuestra vida real, en nuestro trabajo y en nuestro devenir diario por cualquier aspecto de nuestra vida, nos ocurre de manera constante y sin que muchas veces nos demos cuenta. Vamos cogiendo compromisos según los vamos viendo venir porque decimos que sí a todo e, incluso, cogemos los que nos dan nuestros compañeros, por la misma razón: porque no sabemos decir que no a nada ni a nadie.

Sí. Aceptamos de manera poco meditada más compromisos de los que deberíamos consentir para poder ser efectivos. Sí nos responsabilizamos, muchas veces a la ligera, de más cosas de las que seremos capaces de dar por concluidas. Más temprano que tarde sentiremos el peso de la mochila llena, así como el estrés y la ansiedad correspondientes por no poder con todo.

En esta situación, como he comentado anteriormente, nos encontramos ante dos caminos difíciles de tomar. Y lo son debido a nuestras creencias; la primera, que nos sienta mal decir que no, y la segunda que tenemos un concepto erróneo de la delegación. Si no somos capaces de modificar nuestra actitud con la primera, tendremos que cambiar nuestra idea con respecto a la segunda, es decir, tendremos que cambiar nuestra idea sobre la delegación.  

Uno de los secretos del éxito empresarial consiste no en hacer uno mismo el trabajo, sino en reconocer al hombre apropiado para hacerlo» Andrew Carnegie.

A día de hoy, hay quien todavía entiende la delegación como el hecho de pasar a otras personas trabajos que uno no quiere realizar, es decir, esos “marrones”, esos trabajos tediosos, incluso esas decisiones que uno sabe que debe tomar pero que no quiere o no le apetece hacerlo. O, también, se delega cuando ya no se puede más y algo apremia tanto que si no se suelta para que lo haga otro, quién sabe lo que podría pasar.

Estas actitudes, entre otras, denotan una mala praxis en la delegación. Y, en general, indefectiblemente se recurre a otros que están por debajo en el escalafón de la organización cuando lo hacemos.

En estas situaciones, estamos identificando ya unas ideas que desvirtúan el concepto que deberíamos tener de la delegación en la actualidad, si la queremos aprovechar como una posibilidad para mejorar nuestra productividad.

La idea de “jerarquía y ordeno y mando”, no sirve nada más que de forma temporal y para poner parches momentáneos. Es una idea caduca que ha demostrado muy eficazmente los efectos negativos que acarrea dentro de las organizaciones, ya que podemos ir quemando y desmotivando a los mejores colaboradores por una mala utilización de la delegación. Además, da una idea de verticalidad ya que, en general, se mueve de arriba hacia abajo.

Por el contrario, se debe delegar y, de hecho, se hace en todas direcciones, no solo de arriba abajo, como tampoco solo en la vida profesional, sino también en la personal: delego en mi jefe la decisión de aumentar un descuento a un determinado cliente, delego en mi pareja la compra de un regalo para mi hermana, delego la configuración de mi ordenador en el departamento de IT, delego en un compañero la confección del acta de la reunión que he dirigido, delego en mi hijo la elección de mi próximo teléfono móvil, delego en un miembro de mi equipo la recopilación de determinados datos. Siempre que alguien vaya a hacer alguna tarea en mi lugar, la he delegado, no importa quién sea.

He aprendido que si un problema es fácil, nunca debe llegar a mi mesa” Barack Obama.

Para que la delegación la entendamos como algo que puede aportar un plus en nuestra productividad deberemos, una vez identificado que hay hacer algo respecto de un compromiso que hemos aceptado, pensar sobre si soy la persona adecuada para hacerlo o si, acaso, hay otra persona que lo pueda hacer con la misma o mayor eficacia que yo.

Si nos lo preguntáramos de manera racional y profesional nos asombraríamos, sobre todo al principio, de la cantidad de veces que la respuesta sería positiva. Si lo puede hacer otra persona y tengo demasiadas cosas por hacer, se me puede abrir un camino hacia la efectividad que antes no vislumbraba.

Si estas preguntas las transformo en hábitos y el delegar de esta manera también, ¿le podría dedicar mi atención con más dedicación a lo que verdaderamente me interesa y me hace avanzar? Evidentemente que sí, ya que me liberaría de tareas e incluso de proyectos para los que habría identificado otra persona tan idónea o más que yo para completarlos.

Toda esta idea de la delegación está basada, como casi todo en productividad, en hábitos. Deberemos adquirir el hábito de preguntarnos cada vez que identifiquemos algo para hacer, si soy la persona adecuada o lo podría hacer otro. Se deberá adquirir los hábitos adecuados para delegarlo de manera positiva y efectiva. Y también, deberé adquirir otro hábito para controlar en una lista específica las tareas o proyectos que he delegado para, de esta forma, y tras su revisión rutinaria, poder controlar que todo se desarrolla de manera correcta o me retorna, a su debido tiempo, lo que había solicitado que se levase a cabo.

La delegación racional, bien meditada y bien hecha, me va a permitir ser más efectivo en mi desempeño, ya que podré dedicar más atención y de más calidad a aquellos compromisos y obligaciones que sean primordiales para mis resultados que, a la postre, es de lo que se trata. Al final, de este modo lograré trabajar verdaderamente lo mío y, contando con las personas adecuadas, las motivaré para que se ocupen de lo suyo.

 

 

José Ignacio Azkue