Es muy habitual hoy en día escuchar quejas reiteradas sobre que hay falta de tiempo para hacer todo lo que se tiene pendiente. Curiosamente, también es muy frecuente que esas mismas personas que se quejan se resistan a delegar parte de los trabajos que tienen incompletos buscando una solución.

Para ir reduciendo todo lo pendiente de hacer, sólo existen tres posibilidades: la primera, muy evidente, hacer las cosas que se puedan. La segunda, no muy aconsejable aunque muy practicada, consiste en meter en “el saco del olvido” algunas cosas esperando que desaparezcan o se solucionen por sí mismas. La última, tal vez la que más cuesta practicar, consiste en delegar parte de esos trabajos en otras personas para que éstas las lleven a cabo.

El delegar en estos tiempos en que la complejidad, la ambigüedad y la volatilidad caracterizan el trabajo, no es solamente una opción para la mayoría de los buenos profesionales; debería ser una obligación asumida con naturalidad por todos ellos. Sin embargo, cuesta mucho recurrir a ella, sobre todo bien y con eficacia.

Para algunos, delegar no significa más que un modo de quitarse de encima tareas que no apetece hacer. Los hay, incluso, que sólo delegan los marrones que no son de su agrado y se aprovechan del organigrama o de su estatus para pasárselos a alguien que esté por debajo de su nivel.

Delegar es mucho más que el simple hecho de transferir trabajo a otra persona. En realidad, hacerlo significa dar a alguien un poder, una función y una responsabilidad para que los ejerza en tu lugar o en tu representación.

Uno de los secretos del éxito empresarial consiste no en hacer uno mismo el trabajo, sino en reconocer al hombre apropiado para hacerlo» Andrew Carnegie.

Si analizas este concepto con detalle, te darás cuenta de que la delegación es algo más que la tradicional idea de asignar algunos de tus trabajos a tus subordinados. En realidad, puedes hacerlo en todas direcciones dentro de cualquier jerarquía: o hacia abajo, como es tradicional, o hacia arriba, o hacia los lados.

Si un cliente te está pidiendo un descuento adicional para cerrar una venta y tú no tienes autoridad suficiente para concedérselo, lo más seguro es que delegues tal decisión final en tu jefe.

Si ese cliente te reclama a causa de un posible error en el vencimiento de pago de una determinada factura, tendrás que delegar la solución en el departamento administrativo o contable.

Pero en el caso de que, esta vez, te llame diciendo que todavía no le ha llegado su pedido, puede que hables con alguien de tu equipo para que se informe con el responsable de salidas del almacén y, así, averiguar la situación de ese envío a fin de que, tras indagar lo que ha ocurrido, se pueda dar una respuesta satisfactoria a la preocupación del cliente.

Respecto del primer caso, puede que más de un lector no lo identifique como una delegación aunque, en realidad, sí lo sea. Veamos, te ha llegado una decisión que tienes que tomar y se la has pasado a otra persona, en este caso tu jefe, para que decida por ti: has delegado hacia arriba. En el segundo, lo has hecho hacia un lado: has recurrido a otro departamento con el que no hay ninguna dependencia jerárquica y has dejado que ellos solucionen el problema. En el tercer caso ha ocurrido lo mismo, pero la delegación ha sido hacia abajo, hacia un colaborador o un subordinado tuyo al que has delegado una tarea.

Confiar en todos es insensato, peor no confiar en nadie es neurótica torpeza” Juvenal.

En estos dos últimos casos, los profesionales encuentran un mayor problema a la hora de delegar, bien hacia abajo o bien hacia un lado. De hecho, es habitual encontrarse con profesionales que prefieren hacerlo todo ellos mismos y no delegar en otros. Cuando actúan así es cuando terminan con demasiadas tareas pendientes, con la agenda repleta de compromisos y, lo más preocupante, desbordados ante todos los frentes que tienen abiertos.

Esto puede suceder por diversos motivos:

  • Falta de confianza en los colaboradores o mal ambiente en el equipo.
  • Un nivel de desmesurado de autoexigencia respecto de las propias responsabilidades que puede acometer o, lo que es casi lo mismo, un desmedido e improductivo perfeccionismo.
  • Miedo a que los demás muestren insatisfacción o planteen problemas por tener demasiado trabajo, y que ello le pueda llevar a tener que enfrentarse a quejas.
  • Dificultad para distribuir las cargas de trabajo al no tener bien definidas las responsabilidades de cada cual.
  • Temor a que si los demás hacen bien el trabajo delegado pueda ser superado, a ojos de sus jefes, por algún colaborador y, como consecuencia, a perder autoridad e incluso su estatus.
  • Tener la necesidad de controlar, conocer y saber de todo y sobre todo lo que ocurre a su alrededor.
  • Ignorar qué trabajos se pueden delegar y cómo debe hacerse.
  • Tener problemas a la hora de enseñar a ejecutar las tareas delegadas, así como para establecer los sistemas de control de una correcta realización.

Para no hacer demasiado extensa esta publicación la he dividido en dos partes. La próxima entrada en este blog será la continuación de este artículo, donde explicaré cómo lo puedes hacer y las ventajas que puedes conseguir si lo haces bien.