Hay muchas personas no conscientes de que la mayoría de las cosas que hacen a lo largo del día son consecuencia de los hábitos que dominan su vida.

La mayor parte de las decisiones que tomamos acerca de los actos que realizamos a diario, nos pueden parecer el resultado natural, ya que los humanos somos “animales racionales”, del consciente, razonado y constante modo de reflexionar que usamos en nuestra toma de decisiones. Sin embargo, esto no es así.

Muchas de nuestros actos son, en realidad,  consecuencia de hábitos inconscientes. Y aunque pensemos que cada uno de ellos, si los analizamos aislada e independientemente, puede que no veamos la importancia que tienen sobre nuestra manera de actuar, si los relacionamos con el resto de hábitos y cosas que hacemos.

Sin embargo, con la perspectiva del tiempo, nuestros hábitos alimenticios, los relacionados con hacer o no hacer ejercicio físico, los tics que invariablemente repetimos al  salir o entrar de casa, los asociados a la tecnología que ya forma parte de nuestra vida cotidiana, los que tenemos cada noche nada más terminar de cenar, los que nos ponen en marcha cada mañana cuando nos levantamos, e incluso, los que operan sobre el modo en el que organizamos nuestros pensamientos y rutinas de trabajo, acaban teniendo un profundo impacto en nuestra vida.

Porque la vida, nuestra vida,  está controlada de manera muy importante por nuestros hábitos, los cuales influyen, de forma, aunque inconsciente en por ejemplo: nuestra salud, productividad, seguridad económica y, como resultado, también en nuestra felicidad. En resumen, en todo y a todos  los que nos rodean.

Adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos no tiene poca importancia: tiene una importancia absoluta”. Aristóteles

Los hábitos, sobre todo los malos, son como una cama cómoda, es fácil de entrar, pero difícil de salir de ella. Los adquirimos sin que nos demos cuenta de que están entrando por la puerta trasera de nuestra vida.

Siempre surgen tras la reiteración de actos iguales, y aunque muchas veces tengan su origen en la repetición espaciada de gestos que podemos considerar inocentes y sin ninguna trascendencia, terminarán teniéndola, para bien o para mal.

Pueden surgir por la repetición de un hecho cotidiano, como la sensación de calma, descanso y relax que sentimos cuando llegamos a casa y nos sentamos en nuestro sillón favorito.

O, pueden surgir como resultado de lo que vemos hacer a otros; por ejemplo, el gesto  de abrir el correo electrónico nada más entrar en nuestro trabajo.

Podría tratarse de una mezcla de ambos comportamientos: desde esa imperiosa necesidad de mirar qué anuncia nuestro móvil cada vez que suena o vibra, a la curiosidad que nos obliga a consultar el correo, cada vez que nos damos cuenta de que ha llegado un nuevo mensaje a la bandeja de entrada.

En ocasiones, como señala Charles Duhigg en su excelente libro “El poder de los hábitos”, también puede tratarse de hábitos inducidos por terceros, de manera absolutamente intencionada y que solo buscan con ello su beneficio: usar dentífrico para cepillarse los dientes, o utilizar un  ambientador X, o realizar determinadas compras inducidos de manera torticera por las grandes superficies, que son capaces de detectar, incluso, pequeños cambios de hábitos en nuestro comportamiento y lo aprovechan a su favor.

Las cadenas del hábito son generalmente demasiado débiles para que las sintamos, hasta que son demasiado fuertes para que podamos romperlas”. Samuel Johnson

Podríamos definir los hábitos como fragmentos de conducta que llevamos a cabo todos o, casi todos los días, y sobre los que nuestra voluntad no forma parte de ese comportamiento.

Los hay muy sencillos como pueden ser: limpiarnos los dientes, afeitarnos, quitarnos los pendientes antes de acostarnos. Seguro, que todos los que estáis leyendo estas líneas no pensáis en absoluto cómo debéis de hacer estas cosas; el caso es que las hacéis y punto, sin pensar en ello, de manera automática.

Otros pueden ser más complejos: como el vestirnos o el preparar la comida. Y otros son tan complicados que es sorprendente la capacidad de nuestro cerebro para ir tomando decisiones sin que seamos conscientes de ellos. Como puede ser el conducir un coche. Desde que lo sacamos del garaje hasta que lo aparcamos al final de nuestro trayecto, llevamos a cabo cantidad de acciones de las que nos somos conscientes, ya que forman parte de nuestros hábitos.

Millones de personas llevan a cabo todos los días una compleja coreografía sin ser conscientes de ello, porque basta con que se dé una determinada circunstancia para que nuestro cerebro y, en concreto, una parte muy determinada de él, los ganglios basales, entren en acción y tomen el control de nuestros actos.

Esto sucede así porque, según afirman los expertos, la materia gris siempre está buscando una forma de ahorrar esfuerzo y energía. Al activarse un hábito, nuestro cerebro puede descansar más a menudo. Ésta es una gran ventaja. El cerebro se vuelve más eficiente y nos permite dejar de pensar constantemente en muchas conductas básicas. Ya no tenemos que decidir cuándo, ni cómo, limpiarnos los dientes, afeitarnos, caminar, consultar el correo electrónico, contestar al teléfono, conducir el coche, etc…

De esta manera, al liberarlo de ciertos trabajos, podemos dedicar nuestra energía mental a fijarse en aspectos más relevantes y que no podemos automatizar. Es decir, podemos pensar, aprender, organizar, inventar, decidir, descubrir, investigar, dirigir, resolver…

Siembra un acto y cosecharás un hábito. Siembra un hábito y cosecharás un carácter. Siembra un carácter y cosecharás un destino”. Charles Reade

Pero ojo con ellos. Sin que seamos conscientes de lo que está ocurriendo, se instalan inadvertidamente dentro de nuestra manera de ser y, cuando queremos librarnos de ellos, porque de alguna manera hemos visto, o nos han hecho ver, que no nos convienen, se han convertido en rutinas inamovibles, en algo contra lo que tendremos que luchar con toda nuestra fuerza de voluntad si queremos que desaparezcan.

Dentro del proceso para la adquisición, formación y fijación de un hábito en nuestra persona, es necesario que se dé un bucle de tres pasos. El primero consistiría en una señal, el detonante que informa a nuestro cerebro de que puede poner el piloto automático y el hábito que ha de usar. Luego está la rutina, que puede ser física, mental o emocional. Por último está la recompensa, que ayuda a nuestro cerebro a decidir si vale la pena recordar en el futuro este bucle en particular.

Con el tiempo, este bucle: señal, rutina, recompensa, se va volviendo más y más automático. La señal y la recompensa se superponen hasta que surge un fuerte sentimiento de expectación y deseo. Al final, se acaba formando un hábito.

Los hábitos se pueden eliminar, cambiar o sustituir. Pero cuesta hacerlo, sobre todo con algunos hábitos. Esto es así porque mientras que nuestro cerebro se active a través de una señal, nos será muy difícil poder actuar contra con el hábito, ya que nos pondremos en modo autómata y terminaremos pasando por los restantes pasos del bucle.

Por esta razón, descubrir estos tres pasos del  bucle del hábito es importante, si  queremos hacer algo con respecto a esa conducta automática. Nos revela su naturaleza íntima. Si tu decisión es combatir deliberadamente un hábito, o tratar de cambiarlo o adquirir otro, deberás conocer la naturaleza del bucle, identificar cada uno de sus pasos, para eliminarlos, modificarlos o activarlos según sea el caso.

En el caso de querer eliminar o modificar alguno, a menos que encuentres nuevas rutinas, el patrón se activará de manera automática, e involuntaria. Sin embargo, el mero hecho de comprender cómo actúan los hábitos, de aprender la estructura del bucle y cómo funciona, hace más fácil poder controlarlos. Si  fragmentamos un hábito en sus componentes, podemos ver un camino para lograr modificarlo.

Cuando nos propongamos cambiar un determinado hábito, existe una condición indispensable  que se ha demostrado como una de las herramientas más poderosas para generar cambios: si usamos la misma señal y proporcionamos la misma recompensa, pero cambiamos repetidamente la rutina, conseguiremos cambiar el hábito.

Cuando emerge un hábito, el cerebro deja de participar plenamente en la toma de decisiones. Ya no trabaja tanto, ni desvía su atención hacia otras tareas. El problema radica en que el cerebro no diferencia entre los buenos y los malos hábitos. Por eso, si tienes uno malo, siempre te estará acechando, esperando la señal y la recompensa. Y cuando la primera se produzca, caerás.

La dependencia del cerebro hacia las rutinas automáticas puede llegar a ser peligrosa. Los hábitos pueden ser tanto una bendición como una maldición, dependerá de a qué lado de la balanza caigan.

 

 

José Ignacio Azkue