No sé si os pasa a vosotros lo que voy a contar a continuación, pero estoy constantemente hablando con personas que me dicen sentir que tienen demasiados frentes abiertos y que no los consiguen dominar. Que sienten que pierden el foco en lo que verdaderamente tendrían que hacer hoy, o cualquier otro día. Que sienten, en demasiadas ocasiones, que no saben ni cómo ni por dónde empezar.

En fin, que terminan muchas de sus largas jornadas  con sensaciones del tipo: “tendría que haber terminado ese proyecto y hoy tampoco he podido”; u “hoy no he hecho casi nada que no sea correr de un lado para otro”, o bien “no tengo tiempo ni para pensar, no sé cómo enfocar ese tema”…

No son malos profesionales, pero se sienten abrumados por todo lo que ocurre a su alrededor a lo largo del día y que, además, no se sienten capaces de controlar:

  • Muchos correos
  • Muchas llamadas
  • Muchas interrupciones
  • Muchas urgencias
  • Muchos imprevistos…

El problema no es lo que ocurre a su alrededor, ni tan siquiera la vorágine o la velocidad con la que todo cambia hoy en día. La razón de que se sientan de esta manera, con esa impotencia, es que no saben gestionar todo esto adecuadamente, al menos en ciertas áreas de su vida y en concreto en la profesional.

Parece no haber dudas acerca de que cualquier trabajador del conocimiento tiene hoy, encima de su mesa, más cosas que hacer que tiempo para realizarlas. Por lo tanto, algo tendrá que dejar fuera de su horizonte. Habrá que empezar a rechazar cosas y dejarlas sin hacer, o ignorarlas, si de verdad queremos hacer lo que representa algo para nuestros intereses, bien sea como profesionales o como personas.

Los esquemas mentales con los que muchos profesionales tratan de gestionar sus compromisos, se han quedado anclados en el modo de trabajo del siglo XX. Y esto es así porque probablemente nadie les ha explicado que ahora, desde hace unos cuantos años, para gestionar de manera eficaz el trabajo actual, previamente hay que pensar acerca de  lo que ha llegado a sus manos. Se debe de pensar para decidir cosas tales como: ¿qué busco con esto?, ¿qué me ha llegado?, ¿qué quiero lograr?, ¿cómo voy a hacerlo? Resulta necesario pensar, y tal vez sea éste el aspecto más novedoso, hasta para decidir si lo que nos ha llegado lo podemos o debemos de hacer, o no.

En lugar de hacernos preguntas para conocer bien qué nos ha llegado, tratamos de abarcarlo todo. Como consecuencia, tendemos a  aceptar todo tipo de compromisos, los que nos corresponden y los que no, unos importantes y otros no tanto, unos que nos afectan y otros que no. Es como si no nos costase esfuerzo alguno enfrascarnos  en una tarea nueva tras otra, según van llegando. Y nos seguimos comprometiendo  aunque a pesar de ello dejemos muchas de esas tareas a medio hacer, sin completar.

De esta manera, las que quedan pendientes permanecen relegadas en un falso olvido, falso porque este olvido no se produce en nuestra mente de una manera completa (sabemos que tenemos algo olvidado, pero no sabemos qué y nuestra cabeza nos recuerda esta realidad). Somos conscientes de  que muchos de estos compromisos pendientes terminarán explotando  a nuestro alrededor, convertidos, además,  en una de esas urgencias que tanto abundan hoy en día, y que nos vemos obligados a resolver a cualquier precio. Por lo tanto, de entrada les tendremos que dedicar, en un futuro más o menos próximo, un esfuerzo mayor del que hubiera sido necesario para darlas como concluidas, con el problema añadido de  que es muy probable que las hagamos peor.

Y pagamos, por esta actitud, un alto precio en términos de productividad: rendimos mucho menos y nos estresamos mucho más, dos características demasiado comunes entre muchos trabajadores  a día de hoy.

En otros aspectos de nuestra propia vida particular, actuamos muchas veces de manera diferente y sin saberlo aplicamos partes del método GTD. Veámoslo con un ejemplo.

Imaginemos por un momento que estamos divirtiéndonos con nuestros amigos y que uno propone hacer una comida campestre el siguiente fin de semana. Y como siempre, parece que hoy también están todos están de acuerdo en que sea yo quien se  encargue de la comida. Sin más discusiones, acepto el compromiso como otras veces.

 

Al aceptarlo, mi cabeza no me dejará en paz hasta que tenga claras las cosas que tengo que hacer. Y en cuanto me ponga a ello, empezará a trabajar de una manera lógica, y pondrá en marcha un proceso que siempre se repite, de manera más o menos consciente.

Son siempre los mismos pasos, sea el tipo de compromiso que sea: Imaginaré primero lo que quiero conseguir el próximo domingo. Después me hará ver a mis amigos satisfechos y divirtiéndose durante la comida y con la comida. Incluso dará un paso más y visualizará lo que para mí va a significar tener un éxito rotundo con lo que voy a preparar para ese día. A continuación se desatarán en mi cabeza las ideas para llevar a buen fin el compromiso: ¿qué voy a preparar?, ¿qué voy a necesitar pare ello?, ¿cuándo iré a comprar?, ¿qué cantidades?, ¿a dónde iré?, ¿dónde voy a buscar las recetas?, ¿a quién le voy a preguntar unas dudas sobre tal ingrediente?… Ya solo me queda ponerlas en el orden en que las voy a realizar y dar el último paso. Empezar por la primera.

De esta manera sé que me aseguro el éxito, elimino la improvisación y sé que todo saldrá según lo previsto como en otras ocasiones. Elimino incertidumbres, anticipo problemas, incluso puedo delegar ciertas compras en otras personas, con lo que lo que debería hacer yo resulta más sencillo y realizable.

Este proceso tan sencillo y que todos utilizamos de manera más o menos consciente, es uno de los pilares en los que se basa el método de productividad Getting Things Done (GTD). Es la “Planificación Natural de Proyectos”.

Veamos los 5 pasos que la Planificación Natural nos hace dar para procesar dichos proyectos.

  1. Identificamos el deseo o la intención de hacer algo
  2. Imaginamos el resultado
  3. Generamos, tenemos ideas de cómo hacerlo
  4. Las seleccionamos y clasificamos
  5. Elegimos la primera acción   

Coinciden con la manera en que utilizamos nuestra inteligencia para hacer cosas. Es la manera que tenemos para  digerir los temas pendientes de forma natural siguiendo nuestros esquemas mentales.

De un modo inconsciente,  ignoramos –u olvidamos- lo que funciona en nuestra vida privada y no lo ponemos en práctica en nuestra vida profesional. Conocemos otras maneras de gestionar nuestros asuntos de manera más eficaz, pero nuestra propia miopía o inconsciencia nos impide ver que los “juegos del trabajo y los negocios de la vida” se pueden organizar y ejecutar de manera eficaz por medio de  las mismas reglas.

Sabemos que las prisas nunca fueron buenas, ni para ayudarnos a hacer, ni como consejeras. La gente va corriendo siempre de un lado para otro, incluso a demasiados sitios, muchas veces sin pararse a pensar en lo que hace y en por qué lo hace, sin detenerse a reflexionar acerca de lo que ha de decidir o pensar  y, para colmo, siente la (falsa) obligación de abarcarlo todo. Esta manera de conducirnos  complica de manera terrible nuestra vida laboral, y afecta al resto de nuestras áreas de responsabilidad. Curiosamente, la maldecimos porque sentimos que nos causa estrés y porque no nos deja trabajar como a nosotros nos gustaría.

El orden de las cosas importa en productividad. El hecho de no pensar, de no preguntarnos el  por qué,  o el para qué, o el qué, o  el cómo, etc…, el actuar sin orden, nos conduce hacia el estrés y  una baja productividad entre otras cosas. Preguntarnos esas cosas y actuar en consecuencia, sin embargo nos lleva a la eliminación del estrés y a una mayor productividad del mismo modo que, en este caso, también a otras ventajas.

¿Por qué no nos paramos a pensar y aplicamos lo que conocemos y usamos felizmente en nuestra vida privada, y lo hacemos también en nuestra vida profesional de una vez por todas? No dejemos que el estrés sea el freno que nos impida hacerlo, hagámoslo para poner freno al estrés y a la baja productividad.

 

José Ignacio Azkue